"Me interesaría muchísimo que Vd. escribiera algunas notas sobre los libros que deberían leer los jóvenes, para que aprendan y se formen un concepto claro, amplio, de la existencia (no exceptuando, claro está, la experiencia propia de la vida)".
No le pide nada el cuerpo...
No
le pide nada a usted el cuerpo, querido lector. Pero, ¿en dónde vive?
¿Cree usted acaso, por un minuto, que los libros le enseñarán a formarse
"un concepto claro y amplio de la existencia"? Está equivocado, amigo;
equivocado hasta decir basta. Lo que hacen los libros es desgraciarlo al
hombre, créalo. No conozco un solo hombre feliz que lea.
Y tengo amigos de todas las edades.
Y tengo amigos de todas las edades.
Todos los individuos de existencia más o menos complicada que he conocido habían leído.
Leído, desgraciadamente, mucho.
Leído, desgraciadamente, mucho.
Si
hubiera un libro que enseñara, fíjese bien, si hubiera un libro que
enseñara a formarse un concepto claro y amplio de la existencia, ese
libro estaría en todas las manos, en todas las escuelas, en todas las
universidades; no habría hogar que, en estante de honor, no tuviera ese
libro que usted pide. ¿Se da cuenta?
No se ha dado
usted cuenta todavía de que si la gente lee, es porque espera encontrar
la verdad en los libros. Y lo más que puede encontrarse en un libro es
la verdad del autor, no la verdad de todos los hombres. Y esa verdad es
relativa... esa verdad es tan chiquita... que es necesario leer muchos
libros para aprender a despreciarlos.
Los libros y la verdad
Calcule
usted que en Alemania se publican anualmente más o menos 10.000 libros,
que abarcan todos los géneros de la especulación literaria; en París
ocurre lo mismo; en Londres, ídem; en Nueva York, igual.
Piense esto:
Si cada libro contuviera una verdad, una sola verdad nueva en la superficie de la tierra, el grado de civilización moral que habrían alcanzado los hombres sería incalculable. ¿No es así? Ahora bien, piense usted que los hombres de esas naciones cultas, Alemania, Inglaterra, Francia, están actualmente discutiendo la reducción de armamentos (no confundir con supresión).
Si cada libro contuviera una verdad, una sola verdad nueva en la superficie de la tierra, el grado de civilización moral que habrían alcanzado los hombres sería incalculable. ¿No es así? Ahora bien, piense usted que los hombres de esas naciones cultas, Alemania, Inglaterra, Francia, están actualmente discutiendo la reducción de armamentos (no confundir con supresión).
Ahora bien, sea un
momento sensato usted. ¿Para qué sirve esa cultura de diez mil libros
por nación, volcada anualmente sobre la cabeza de los habitantes de esas
tierras? ¿Para qué sirve esa cultura, si en el año 1930, después de una
guerra catastrófica como la de 1914, se discute un problema que debía
causar espanto?
¿Para qué han servido los libros,
puede decirme usted? Yo, con toda sinceridad, le declaro que ignoro para
qué sirven los libros. Que ignoro para qué sirve la obra de un señor
Ricardo Rojas, de un señor Leopoldo Lugones, de un señor Capdevilla,
para circunscribirme a este país.
El escritor como operario
Si
usted conociera los entretelones de la literatura, se daría cuenta de
que el escritor es un señor que tiene el oficio de escribir, como otro
el de fabricar casas. Nada más. Lo que lo diferencia del fabricante de
casas, es que los libros no son tan útiles como las casas, y después...
después que el fabricante de casas no es tan vanidoso como el escritor.
En
nuestros tiempos, el escritor se cree el centro del mundo. Macanea a
gusto. Engaña a la opinión pública, consciente o inconscientemente. No
revisa sus opiniones. Cree que lo que escribió es verdad por el hecho de
haberlo escrito él. El es el centro del mundo. La gente que hasta
experimenta dificultades para escribirle a la familia, cree que la
mentalidad del escritor es superior a la de sus semejantes y está
equivocada respecto a los libros y respecto a los autores.
Todos
nosotros, los que escribimos y firmamos, lo hacemos para ganarnos el
puchero. Nada más. Y para ganarnos el puchero no vacilamos a veces en
afirmar que lo blanco es negro y viceversa. Y, además, hasta a veces nos
permitimos el cinismo de reírnos y de creernos genios...
Desorientadores
La
mayoría de los que escribimos, lo que hacemos es desorientar a la
opinión pública. La gente busca la verdad y nosotros les damos verdades
equivocadas. Lo blanco por lo negro. Es doloroso confesarlo, pero es
así. Hay que escribir.
En Europa los autores
tienen su público; a ese público le dan un libro por un año. ¿Usted
puede creer, de buena fe, que en un año se escribe un libro que contenga
verdades? No, señor. No es posible. Para escribir un libro por año hay
que macanear. Dorar la píldora. Llenar páginas de frases.
Es
el oficio, "el métier". La gente recibe la mercadería y cree que es
materia prima, cuando apenas se trata de una falsificación burda de
otras falsificaciones, que también se inspiraron en falsificaciones.
Concepto claro
Si usted quiere formarse "un concepto claro" de la existencia, viva.
Piense. Obre. Sea sincero. No se engañe a sí mismo. Analice. Estúdiese.
Piense. Obre. Sea sincero. No se engañe a sí mismo. Analice. Estúdiese.
El
día que se conozca a usted mismo perfectamente, acuérdese de lo que le
digo: en ningún libro va a encontrar nada que lo sorprenda. Todo será
viejo para usted. Usted leerá por curiosidad libros y libros y siempre
llegará a esa fatal palabra Terminal: "Pero sí esto lo había pensado yo,
ya". Y ningún libro podrá enseñarle nada.
Salvo los que se han escrito sobre esta última guerra. Esos documentos trágicos vale la pena conocerlos.
El resto es papel...
El resto es papel...
***
Divertido origen de la palabra "squenun"
En nuestro amplio y pintoresco idioma porteño se ha puesto de moda la palabra “squenun”.
¿Qué virtud misteriosa revela dicha palabra? ¿Sinónimo de qué cualidades psicológicas es el mencionado adjetivo? Helo aquí:
En el puro idioma del Dante, cuando se dice “squena dritta” se expresa lo siguiente: Espalda derecha o recta, es decir, qué a la persona a quien se hace el homenaje de esta poética frase se le dice que tiene la espalda derecha; más ampliamente, que sus espaldas no están agobiadas por trabajo alguno sino que se mantienen tiesas debido a una laudable y persistente voluntad de no hacer nada; más sintéticamente, la expresión “squena dritta” se aplica a todos los individuos holgazanes, tranquilamente holgazanes.
Nosotros, es decir el pueblo, ha asimilado la clasificación, pero encontrándola excesivamente larga, la redujo a la clara, resonante y breve palabra de “squenun”.
El “un” final, es onomatopéyico, redondea la palabra de modo sonoro, le da categoría de adjetivo definitivo, y el modo grave “squena dritta” se convierte en esta antítesis, en un jovial “squenun”, que expresando la misma haraganería la endulza de jovialidad particular.
En la bella península itálica, la frase “squena dritta” la utilizan los padres de familia cuando se dirigen a sus párvulos, en quienes descubren una incipiente tendencia a la vagancia, es decir, la palabra se aplica a menores de edad que oscilan entre los catorce y diecisiete años.
En nuestro país, en nuestra ciudad mejor dicho, la palabra “squenun” se aplica a los poltrones mayores de edad, pero sin tendencia a ser compadritos, es decir, tiene su exacta aplicación cuando se refiere a un filósofo de azotea, a uno de esos perdularios grandotes, estoicos, que arrastran las alpargatas para ir al almacén a comprar un atado de cigarrillos, , y vuelven luego a su casa para subir a la azotea donde se quedarán tomando baños de sol hasta la hora de almorzar, indiferentes a los rezongos del “viejo”, un viejo que siempre está podando la viña casera y que gasta sombrero negro, grasiento como el eje de un carro.
En toda familia dueña de una casita, se presenta el caso del “squenun”, del poltrón filosófico, que ha reducido la existencia a un mínimo de necesidades, y que lee los tratados sociológicos de la Biblioteca Roja y de la Casa Sempere.
Y las madres, las buenas viejas que protestan cuando el grandulón les pide para un atado de cigarrillos, tienen una extraña debilidad por este hijo “squenun”.
Lo defienden del ataque del padre que a veces se amostaza en serio, lo defienden de las murmuraciones de los hermanos que trabajan como Dios manda, y las pobres ancianas, mientras zurcen el talón de una media, piensan consternadas ¿por qué ese “muchacho tan inteligente” no quiere trabajar a la par de los otros?
El “squenun” no se aflige por nada. Toma la vida con una serenidad tan extraordinaria que no hay madre en el barrio que no le tenga odio… ese odio que las madres ajenas tienen por esos poltrones que pueden enamorarle algún día a la hija. Odio instintivo y que se justifica, porque a su vez las muchachas sienten curiosidad por esos “squenunes” que les dirigen miradas tranquilas, llenas de una sabiduría inquietante.
Con estos datos tan sabiamente acumulados, creemos poner en evidencia que el “squenun” no es un producto de la familia modesta porteña, ni tampoco de la española, sino de la auténticamente italiana, mejor dicho, genovesa o lombarda. Los “squenunes” lombardos son más refractarios al trabajo que los “squenunes” genoveses.
Y la importancia social del “squenun” es extraordinaria en nuestras parroquias. Se le encuentra en la esquina de Donato Alvarez y Rivadavia, en Boedo, en Triunvirato y Canning, en todos los barrios ricos en casitas de propietarios itálicos.
El “squenun” con tendencias filosóficas es el que organizará la Biblioteca “Florencio Sánchez” o “Almafuerte”; el “squenun” es quien en la mesa del café, entre los otros que trabajan, dictará cátedras de comunismo y “de que el que no trabaja no come”; él que no ha hecho absolutamente nada en todo el día, como no sea tomar baños de sol, asombrará a los otros con sus conocimientos del libre albedrío y del determinismo; en fin, el “squenun” es el maestro de sociología del café del barrio, donde recitará versos anarquistas y las Evangélicas del latero de Almafuerte.
El “squenun” es un fenómeno social. Queremos decir, un fenómeno de cansancio social.
Hijo de padres que toda la vida trabajaron infatigablemente para amontonar los ladrillos de una “casita”, parece que trae en su constitución la ansiedad de descanso y de fiestas que jamás pudieron gozar los “viejos”.
Entre todos los de la familia que son activos y que se buscan la vida de mil maneras, él es el único indiferente a la riqueza, al ahorro, al porvenir. No le interesa ni importa nada. Lo único que pide es que no lo molesten, y lo único que desea son los cuarenta centavos diarios, veinte para los cigarrillos y otros veinte para tomar el café en el bar donde una orquesta típica le hace soñar horas y horas atornillado a la mesa.
Con ese presupuesto se conforma. Y que trabajen los otros, como si él trajera a cuestas un cansancio enorme ya antes de nacer, como si todo el deseo que el padre y la madre tuvieron de un domingo perenne, estuviera arraigado en sus huesos derechos de “squena dritta”, es decir, de hombre que jamás será agobiado por el peso de ningún fardo.
***
Hay buenos muchachitos, con metejones de primera agua, que le amargan la vida a sus respectivas novias promoviendo tempestades de celos, que son realmente tormentas en vasos de agua, con lluvias de lágrimas y truenos de recriminaciones.
Generalmente las mujeres son menos celosas que los hombres. Y si son inteligentes, aun cuando sean celosas, se cuidan muy bien de descubrir tal sentimiento, porque saben que la exposición de semejante debilidad las entrega atadas de pies y manos al fulano que les sorbió el seso. De cualquier manera; el sentimiento de los celos es digno de estudio, no por los disgustos que provoca, sino por lo que revela en cuanto a psicología individual.
Puede establecerse esta regla:
Cuanto menos mujeres ha tratado un individuo, más celoso es.
La novedad del sentimiento amoroso conturba, casi asusta, y trastorna la vida de un individuo poco acostumbrado a tales descargas y cargas de emoción. La mujer llega a constituir para este sujeto un fenómeno divino, exclusivo. Se imagina que la suma de felicidad que ella suscita en él, puede proporcionársela a otro hombre; y entonces Fulano se toma la cabeza, espantado al pensar que toda "su" felicidad, está depositada en esa mujer, igual que en un banco. Ahora bien, en tiempos de crisis, ustedes saben perfectamente que los señores y señoras que tienen depósitos en instituciones bancarias, se precipitan a retirar sus depósitos, poseídos de la locura del pánico. Algo igual ocurre en el celoso. Con la diferencia que él piensa que si su "banco" quiebra, no podrá depositar su felicidad ya en ninguna parte. Siempre ocurre esta catástrofe mental con los pequeños financieros sin cancha y los pequeños enamorados sin experiencia.
Frecuentemente, también, el hombre es celoso de la mujer cuyo mecanismo psicológico no conoce. Ahora bien: para conocer el mecanismo psicológico de la mujer, hay que tratar a muchas, y no elegir precisamente a las ingenuas para enamorarse, sino a las "vivas", las astutas y las desvergonzadas, porque ellas son fuente de enseñanzas maravillosas para un hombre sin experiencia, y le enseñan (involuntariamente, por supuesto) los mil resortes y engranajes de que "puede" componerse el alma femenina. (Conste que digo "de que puede componerse", no de que se compone.)
Los pequeños enamorados, como los pequeños financistas, tienen en su capital de amor una sensibilidad tan prodigiosa, que hay mujeres que se desesperan de encontrarse frente a un hombre a quien quieren, pero que les atormenta la vida con sus estupideces infundadas.
Los celos constituyen un sentimiento inferior, bajuno. El hombre, cela casi siempre a la mujer que no conoce, que no ha estudiado, y que casi siempre es superior intelectualmente a él. En síntesis, el celo es la envidia al revés.
Lo más grave en la demostración de los celos es que el individuo, involuntariamente, se pone a merced de la mujer. La mujer en ese caso, puede hacer de él lo que se le antoja. Lo maneja a su voluntad. El celo (miedo de que ella lo abandone o prefiera a otro) pone de manifiesto la débil naturaleza del celoso, su pasión extrema, y su falta de discernimiento. Y un hombre inteligente, jamás le demuestra celos a una mujer, ni cuando es celoso. Se guarda prudentemente sus sentimientos; y ese acto de voluntad repetido continuamente en las relaciones con el ser que ama, termina por colocarle en un plano superior al de ella, hasta que al llegar a determinado punto de control interior, el individuo "llega a saber que puede prescindir de esa mujer el día que ella no proceda con él como es debido".
A su vez la mujer, que es sagaz e intuitiva, termina por darse cuenta de que con una naturaleza tan sólidamente plantada no se puede jugar, y entonces las relaciones entre ambos sexos se desarrollan con una normalidad que raras veces deja algo que desear, o terminan para mejor tranquilidad de ambos.
Claro está que para saber ocultar diestramente los sentimientos subterráneos que nos sacuden, es menester un entrenamiento largo, una educación de práctica de la voluntad. Esta educación "práctica de la voluntad" es frecuentísima entre las mujeres. Todos los días nos encontramos con muchachas que han educado su voluntad y sus intereses de tal manera que envejecen a la espera de marido, en celibato rigurosamente mantenido. Se dicen: "Algún día llegará". Y en algunos casos llega, efectivamente, el individuo que se las llevará contento y bailando para el Registro Civil, que debía denominarse "Registro de la Propiedad Femenina".
Sólo las mujeres muy ignorantes y muy brutas son celosas. El resto, clase media, superior, por excepción alberga semejante sentimiento. Durante el noviazgo muchas mujeres aparentan ser celosas; algunas también lo son, efectivamente. Pero en aquellas que aparentan celos, descubrimos que el celo es un sentimiento cuya finalidad es demostrar amor intenso inexistente, hacia un_ bobalicón que sólo cree en el amor cuando el amor va acompañado de celos. Ciertamente, hay individuos que no creen en el afecto, si el cariño no va acompañado de comedietas vulgares, como son, en realidad, las que constituyen los celos, pues jamás resuelven nada serio.
Las señoras casadas, al cabo de media docena de años de matrimonio (algunas antes), pierden por completo los celos. Algunas, cuando barruntan que los esposos tienen aventurillas de géneros dudosos, dicen, en círculos de amigas:
-Los hombres son como los chicos grandes. Hay que dejar que se distraigan. También una no los va a tener todo el día pegados a las faldas...
Y los "chicos grandes" se divierten. Más aún, se olvidan de que un día fueron celosos...
Pero este es tema para otra oportunidad.
¿Qué virtud misteriosa revela dicha palabra? ¿Sinónimo de qué cualidades psicológicas es el mencionado adjetivo? Helo aquí:
En el puro idioma del Dante, cuando se dice “squena dritta” se expresa lo siguiente: Espalda derecha o recta, es decir, qué a la persona a quien se hace el homenaje de esta poética frase se le dice que tiene la espalda derecha; más ampliamente, que sus espaldas no están agobiadas por trabajo alguno sino que se mantienen tiesas debido a una laudable y persistente voluntad de no hacer nada; más sintéticamente, la expresión “squena dritta” se aplica a todos los individuos holgazanes, tranquilamente holgazanes.
Nosotros, es decir el pueblo, ha asimilado la clasificación, pero encontrándola excesivamente larga, la redujo a la clara, resonante y breve palabra de “squenun”.
El “un” final, es onomatopéyico, redondea la palabra de modo sonoro, le da categoría de adjetivo definitivo, y el modo grave “squena dritta” se convierte en esta antítesis, en un jovial “squenun”, que expresando la misma haraganería la endulza de jovialidad particular.
En la bella península itálica, la frase “squena dritta” la utilizan los padres de familia cuando se dirigen a sus párvulos, en quienes descubren una incipiente tendencia a la vagancia, es decir, la palabra se aplica a menores de edad que oscilan entre los catorce y diecisiete años.
En nuestro país, en nuestra ciudad mejor dicho, la palabra “squenun” se aplica a los poltrones mayores de edad, pero sin tendencia a ser compadritos, es decir, tiene su exacta aplicación cuando se refiere a un filósofo de azotea, a uno de esos perdularios grandotes, estoicos, que arrastran las alpargatas para ir al almacén a comprar un atado de cigarrillos, , y vuelven luego a su casa para subir a la azotea donde se quedarán tomando baños de sol hasta la hora de almorzar, indiferentes a los rezongos del “viejo”, un viejo que siempre está podando la viña casera y que gasta sombrero negro, grasiento como el eje de un carro.
En toda familia dueña de una casita, se presenta el caso del “squenun”, del poltrón filosófico, que ha reducido la existencia a un mínimo de necesidades, y que lee los tratados sociológicos de la Biblioteca Roja y de la Casa Sempere.
Y las madres, las buenas viejas que protestan cuando el grandulón les pide para un atado de cigarrillos, tienen una extraña debilidad por este hijo “squenun”.
Lo defienden del ataque del padre que a veces se amostaza en serio, lo defienden de las murmuraciones de los hermanos que trabajan como Dios manda, y las pobres ancianas, mientras zurcen el talón de una media, piensan consternadas ¿por qué ese “muchacho tan inteligente” no quiere trabajar a la par de los otros?
El “squenun” no se aflige por nada. Toma la vida con una serenidad tan extraordinaria que no hay madre en el barrio que no le tenga odio… ese odio que las madres ajenas tienen por esos poltrones que pueden enamorarle algún día a la hija. Odio instintivo y que se justifica, porque a su vez las muchachas sienten curiosidad por esos “squenunes” que les dirigen miradas tranquilas, llenas de una sabiduría inquietante.
Con estos datos tan sabiamente acumulados, creemos poner en evidencia que el “squenun” no es un producto de la familia modesta porteña, ni tampoco de la española, sino de la auténticamente italiana, mejor dicho, genovesa o lombarda. Los “squenunes” lombardos son más refractarios al trabajo que los “squenunes” genoveses.
Y la importancia social del “squenun” es extraordinaria en nuestras parroquias. Se le encuentra en la esquina de Donato Alvarez y Rivadavia, en Boedo, en Triunvirato y Canning, en todos los barrios ricos en casitas de propietarios itálicos.
El “squenun” con tendencias filosóficas es el que organizará la Biblioteca “Florencio Sánchez” o “Almafuerte”; el “squenun” es quien en la mesa del café, entre los otros que trabajan, dictará cátedras de comunismo y “de que el que no trabaja no come”; él que no ha hecho absolutamente nada en todo el día, como no sea tomar baños de sol, asombrará a los otros con sus conocimientos del libre albedrío y del determinismo; en fin, el “squenun” es el maestro de sociología del café del barrio, donde recitará versos anarquistas y las Evangélicas del latero de Almafuerte.
El “squenun” es un fenómeno social. Queremos decir, un fenómeno de cansancio social.
Hijo de padres que toda la vida trabajaron infatigablemente para amontonar los ladrillos de una “casita”, parece que trae en su constitución la ansiedad de descanso y de fiestas que jamás pudieron gozar los “viejos”.
Entre todos los de la familia que son activos y que se buscan la vida de mil maneras, él es el único indiferente a la riqueza, al ahorro, al porvenir. No le interesa ni importa nada. Lo único que pide es que no lo molesten, y lo único que desea son los cuarenta centavos diarios, veinte para los cigarrillos y otros veinte para tomar el café en el bar donde una orquesta típica le hace soñar horas y horas atornillado a la mesa.
Con ese presupuesto se conforma. Y que trabajen los otros, como si él trajera a cuestas un cansancio enorme ya antes de nacer, como si todo el deseo que el padre y la madre tuvieron de un domingo perenne, estuviera arraigado en sus huesos derechos de “squena dritta”, es decir, de hombre que jamás será agobiado por el peso de ningún fardo.
***
Hay buenos muchachitos, con metejones de primera agua, que le amargan la vida a sus respectivas novias promoviendo tempestades de celos, que son realmente tormentas en vasos de agua, con lluvias de lágrimas y truenos de recriminaciones.
Generalmente las mujeres son menos celosas que los hombres. Y si son inteligentes, aun cuando sean celosas, se cuidan muy bien de descubrir tal sentimiento, porque saben que la exposición de semejante debilidad las entrega atadas de pies y manos al fulano que les sorbió el seso. De cualquier manera; el sentimiento de los celos es digno de estudio, no por los disgustos que provoca, sino por lo que revela en cuanto a psicología individual.
Puede establecerse esta regla:
Cuanto menos mujeres ha tratado un individuo, más celoso es.
La novedad del sentimiento amoroso conturba, casi asusta, y trastorna la vida de un individuo poco acostumbrado a tales descargas y cargas de emoción. La mujer llega a constituir para este sujeto un fenómeno divino, exclusivo. Se imagina que la suma de felicidad que ella suscita en él, puede proporcionársela a otro hombre; y entonces Fulano se toma la cabeza, espantado al pensar que toda "su" felicidad, está depositada en esa mujer, igual que en un banco. Ahora bien, en tiempos de crisis, ustedes saben perfectamente que los señores y señoras que tienen depósitos en instituciones bancarias, se precipitan a retirar sus depósitos, poseídos de la locura del pánico. Algo igual ocurre en el celoso. Con la diferencia que él piensa que si su "banco" quiebra, no podrá depositar su felicidad ya en ninguna parte. Siempre ocurre esta catástrofe mental con los pequeños financieros sin cancha y los pequeños enamorados sin experiencia.
Frecuentemente, también, el hombre es celoso de la mujer cuyo mecanismo psicológico no conoce. Ahora bien: para conocer el mecanismo psicológico de la mujer, hay que tratar a muchas, y no elegir precisamente a las ingenuas para enamorarse, sino a las "vivas", las astutas y las desvergonzadas, porque ellas son fuente de enseñanzas maravillosas para un hombre sin experiencia, y le enseñan (involuntariamente, por supuesto) los mil resortes y engranajes de que "puede" componerse el alma femenina. (Conste que digo "de que puede componerse", no de que se compone.)
Los pequeños enamorados, como los pequeños financistas, tienen en su capital de amor una sensibilidad tan prodigiosa, que hay mujeres que se desesperan de encontrarse frente a un hombre a quien quieren, pero que les atormenta la vida con sus estupideces infundadas.
Los celos constituyen un sentimiento inferior, bajuno. El hombre, cela casi siempre a la mujer que no conoce, que no ha estudiado, y que casi siempre es superior intelectualmente a él. En síntesis, el celo es la envidia al revés.
Lo más grave en la demostración de los celos es que el individuo, involuntariamente, se pone a merced de la mujer. La mujer en ese caso, puede hacer de él lo que se le antoja. Lo maneja a su voluntad. El celo (miedo de que ella lo abandone o prefiera a otro) pone de manifiesto la débil naturaleza del celoso, su pasión extrema, y su falta de discernimiento. Y un hombre inteligente, jamás le demuestra celos a una mujer, ni cuando es celoso. Se guarda prudentemente sus sentimientos; y ese acto de voluntad repetido continuamente en las relaciones con el ser que ama, termina por colocarle en un plano superior al de ella, hasta que al llegar a determinado punto de control interior, el individuo "llega a saber que puede prescindir de esa mujer el día que ella no proceda con él como es debido".
A su vez la mujer, que es sagaz e intuitiva, termina por darse cuenta de que con una naturaleza tan sólidamente plantada no se puede jugar, y entonces las relaciones entre ambos sexos se desarrollan con una normalidad que raras veces deja algo que desear, o terminan para mejor tranquilidad de ambos.
Claro está que para saber ocultar diestramente los sentimientos subterráneos que nos sacuden, es menester un entrenamiento largo, una educación de práctica de la voluntad. Esta educación "práctica de la voluntad" es frecuentísima entre las mujeres. Todos los días nos encontramos con muchachas que han educado su voluntad y sus intereses de tal manera que envejecen a la espera de marido, en celibato rigurosamente mantenido. Se dicen: "Algún día llegará". Y en algunos casos llega, efectivamente, el individuo que se las llevará contento y bailando para el Registro Civil, que debía denominarse "Registro de la Propiedad Femenina".
Sólo las mujeres muy ignorantes y muy brutas son celosas. El resto, clase media, superior, por excepción alberga semejante sentimiento. Durante el noviazgo muchas mujeres aparentan ser celosas; algunas también lo son, efectivamente. Pero en aquellas que aparentan celos, descubrimos que el celo es un sentimiento cuya finalidad es demostrar amor intenso inexistente, hacia un_ bobalicón que sólo cree en el amor cuando el amor va acompañado de celos. Ciertamente, hay individuos que no creen en el afecto, si el cariño no va acompañado de comedietas vulgares, como son, en realidad, las que constituyen los celos, pues jamás resuelven nada serio.
Las señoras casadas, al cabo de media docena de años de matrimonio (algunas antes), pierden por completo los celos. Algunas, cuando barruntan que los esposos tienen aventurillas de géneros dudosos, dicen, en círculos de amigas:
-Los hombres son como los chicos grandes. Hay que dejar que se distraigan. También una no los va a tener todo el día pegados a las faldas...
Y los "chicos grandes" se divierten. Más aún, se olvidan de que un día fueron celosos...
Pero este es tema para otra oportunidad.